Por Marcelino Cardalliaguet Guerra –

Algún avispado lector habrá caído en la cuenta de que el título elegido rememora nuestro querido himno regional, del que muy bien podemos presumir por ser bastante más inspirador que el estatal, el cual, por no tener, no tiene ni letra.
El extremeño, por tanto, rememora con potente melodía nuestros aires limpios y nuestras aguas puras, mientras el cielo se llena de banderas y nos sentimos orgullosos de nuestra identidad.
Hasta aquí todo perfecto, lo coreamos a voz en grito en contadas ocasiones, pero siempre con satisfacción. Sin embargo, ¿realmente nuestra tierra sigue teniendo los aires limpios y las aguas puras? ¿Qué estamos sacrificando en lo que cada vez se parece más a una búsqueda desesperada de cualquier perspectiva económica?
Escuchando a nuestros políticos en los debates de la Asamblea de Extremadura, da la impresión de que nada ha cambiado en Extremadura en cincuenta años: seguimos fiando nuestro futuro a planes de regadíos en torno a nuevos embalses, a explotaciones forestales modelo ICONA años 50 del pasado siglo y a cualquier cosa que los grandes inversores nos propongan desde fuera, normalmente, para extraer nuestros recursos por cuatro duros a fin de transformarlos y venderlos en otro lugar por una millonada.
Hay una Extremadura negra que algunos están dispuestos a permitir, según ellos, a cambio del futuro económico de la región. Es la Extremadura de las minas a cielo abierto, de las refinerías, de los cementerios nucleares, de los monocultivos industriales que cambian mano de obra por máquinas y calidad por cantidad… Es la Extremadura que vende sus recursos por cuatro migajas en forma de trabajos no cualificados o impuestos municipales. La que sacrifica sus productos agrarios tradicionales por cultivos sin mercado que hacen ricos a los que venden la maquinaria y los productos químicos que necesitan, muchas veces pagando todos a escote el despilfarro.
Luego, hay una Extremadura verde que busca aprovechar su condición de paraíso natural europeo, que atrae a emprendedores turísticos a sus valles y sierras para abrir casas rurales, restaurantes y empresas de turismo activo. Hay entornos rurales maravillosos que serían mecas para infinidad de profesionales si tuvieran conexiones digitales de calidad. Existe una floreciente agricultura ecológica o integrada que vende sus excelentes productos en mercados internacionales y que destaca por mantener el papel de la mano de obra local y la transformación de los productos en la propia región. Hay una red de espacios protegidos que es la envidia de Europa y que está casi vacía de todos los puestos de trabajo que deberían crearse para su cuidado, restauración y protección. Además de infinidad de otras oportunidades o valores infrautilizados aún, como la creación de productos vinculados a espacios protegidos, la transformación y comercialización de productos forestales sostenibles, la reconversión de las dehesas (muchas de ellas, simples granjas de vacas), etc.
Acabo con la Extremadura blanca, esa que todavía está por escribirse, la que dejaremos a nuestros descendientes y que dependerá de las decisiones que tomemos y de nuestra propia identidad.
Así, llegamos al momento presente, cuando, tras el golpe de la covid-19, la Unión Europea se ha propuesto iniciar una fase de recuperación económica a base de inyectar fondos rememorando el famoso Plan Marshall (incluida la inolvidable película que amenaza con no perder actualidad). Es un impulso que definirá esa Extremadura del futuro, ahora blanca.
Yo alzo mi voz por la Extremadura verde y sus oportunidades que los poderosos nos quieren ocultar, porque serán oportunidades para todos y no solo para los mismos de siempre. Y mirando ese cielo lleno de banderas, cantaré orgulloso eso de “tierra de encinas, libre camina (…) El aire limpio, las aguas puras, cantemos todos: ¡Extremadura!”.

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