Juan Serna Martín-
Veo hoy en El País una página entera en la que se habla de un país abocado a tener siete cementerios radiactivos y, por supuesto, ninguno de ellos al lado de una gran ciudad. Esas instalaciones nos las han traído siempre a la reserva india, a esa España vaciada a la que, permanentemente, se la ha chantajeado con la limosna de los puestos de trabajo. Así llegó a Extremadura la central nuclear de Alcaraz, apoyada por el PP y el PSOE, y con las visitas de Calvo Sotelo y Boyer compitiendo por la tecnología del progreso, como si fueran del mismo partido político; dos tipos “cultos”, embobados por un proyecto, hijo de la chapuza y la corrupción, y en el que el negocio estaba en su construcción. Luego…, ya se vería. Y aún querían traernos otro: Valdecaballeros, del que los indios supimos defendernos, aunque esto no evitara que el negocio de la corrupción fuera todavía mayor debido a la complicidad, de nuevo, de los dos grandes partidos, esta vez con el apoyo de Solchaga, Aznar y otros colaterales.
Hoy los extremeños seguimos perdiendo población y viendo cómo han paseado el fantasma de los residuos nucleares de un sitio para otro sin que nadie quiera ese cementerio de residuos nucleares. Después de lo sucedido en Chernóbil y Fukushima (cuyas consecuencias siguen ocultando y seguiremos pagando durante un tiempo imprevisible), el miedo ha crecido en las reservas indias. Pero lo realmente sorprendente no es que la población desinformada no quiera tener cerca ese fantasma, lo sorprendente es que un número considerable de políticos, académicos y expertos en ingeniería, economía, etc. siga defendiendo la prolongación de la vida de las centrales nucleares ante esta crisis que nos fustiga, a pesar de que los plazos que aquellos tecnólogos pusieron temerariamente han vencido, además de los riesgos evidentes que estas encierran.
El número de necios o de imbéciles que puebla la sociedad del desarrollo siempre ha sido grande. Sin embargo, resulta inconcebible a estas alturas que entre ellos haya una parte considerable de los que dicen defender la ciencia, la técnica y la cultura, por mucha crisis que puedan traernos las epidemias, el cambio climático o las guerras de los dementes que hacen negocio con ellas y que quieren cambiar el orden mundial.
Esperemos que esa otra parte de la comunidad científica, tecnológica y cultural que, junto a la población más sensata, defiende una vida sin riesgos innecesarios y sin corrupciones, se imponga a ese ejército de pedantes y locos capaces de justificar las mayores barbaridades. Y esperemos también que la parte más lúcida de la cultura rural le dé un tirón de orejas a una cultura urbana que, a veces, quiere ir demasiado lejos.
Los cementerios nucleares, estos que nadie sabe dónde poner, son el gran fantasma que vamos a legar a nuestros hijos, junto a algunas otras atrocidades.


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