Un derecho torcido

Por Agustín Muñoz Sanz –

En las zonas del planeta donde existe el innecesario conflicto, la decisión de obligar a vacunarse contra el coronavirus a las personas todavía remisas compete a las autoridades políticas y judiciales. Y, en última instancia, a las segundas. Por tanto, cualquier otra posibilidad es secundaria y no pasará de la simple opinión. Ni siquiera si quien opina es la ciencia por boca de los expertos en estos temas. Existe un conflicto entre un derecho individual (la libertad de vacunarse o no) y un derecho colectivo (la protección de la salud pública). A la luz de lo que está ocurriendo, parece que el conflicto entre derechos es nuevo. Pero es muy antiguo.

Cuando un sujeto tuberculoso bacilífero se niega a permanecer en el hospital, aislado hasta dejar de ser contagioso gracias al tratamiento, el médico responsable, agotadas todas las posibilidades, avisará a la dirección del centro. El director comunicará el incidente al juez de guardia, quien emitirá una orden a la policía para que el sujeto rebelde sea custodiado en su habitación, como si fuera un preso común, hasta que el médico considere que ya no supone un peligro para la sociedad (el contagio de los otros). Si el mismo juez quisiera viajar a un país de los muchos que exigen la vacunación obligatoria contra la fiebre amarilla, o se vacuna y lo demuestra con la cartillita del mismo color que certifica la vacunación (el pasaporte vacunal) o no podrá entrar en el país que se la exige. No habrá viaje. Nadie, incluido el juez, pondrá en duda su libertad individual porque entiende la norma. Esto es viejísimo.

Si un cuñado del juez desea conducir a 180 kilómetros por hora, sin seguro, habiendo consumido cocaína y nueve copas de vino, se arriesgará a tener un grave accidente, a lesionar (tal vez matar) a terceras personas y a dañar los bienes inmuebles. Si lo para la policía de tráfico en un control, lo detiene y lo pone a disposición del juez de guardia, es decir, el cuñado no vacunado de fiebre amarilla, la posibilidad de ir a la cárcel y de la retirada del carnet de conducir es altísima. Por ejercer su libertad de conducir drogado y bebido sin respetar las normas de tráfico, el conductor gamberro perderá la libertad total al suponer un peligro para la sociedad.

Si una persona igual de insensata deseara hacerse una autofotografía en el borde del volcán canario activo, las autoridades, con acertado criterio, tratarían de impedirlo. Aunque el peligro gravísimo de muerte solo afectaría al instagramer de dudoso juicio.

Finalmente, la decisión de una joven depresiva de arrojarse al vacío desde una terraza con intención suicida, amparándose en la libertad de clausurar su propia biografía, será impedida, cuando sea posible, por los bomberos, la policía o el vecino del quinto. El público testigo, incluidos los apóstoles de la libertad vacunal, aplaudirá la protección a la candidata a suicida.

Es alucinante que, a estas alturas de una de las pandemias históricas más graves por el número de muertos, ingresados, infectados y por las toneladas de sufrimiento, impotencia y pérdidas económicas, todavía se confronte la protección de la sociedad frente a una grave amenaza con la libertad individual de los negacionistas irreductibles y de los dubitativos, temerosos, inciertos e insolidarios. Aquellos que quieren anteponer su particular deseo y voluntad al bien común.

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